CAMINO
El año anterior, culpa de una encorsetada
agenda, ya me había quedado a las puertas de acudir a la inauguración y puesta de largo del evento “Lejos
del Mundanal Ruido” o LMR para los más
íntimos o allegados. Maravillosa creación de esa mente inquieta, en esto del
viajar, llamada Juan Recio.
Este año las cosas no pintaban mucho mejor, a
pesar de contar de nuevo, con una de las contadísimas, escasísimas y cotizadísimas invitaciones.
Una
serie de inoportunos contratiempos, amenazaban
seriamente mi difícil equilibrio presupuestario del mes y con ello mi debut en tan campestre y
elitista cita.
El día que amagué con no ir y llamé derrotado –superado
por unos enanos talla XL circenses- al
alma mater del proyecto para comunicarle mi no asistencia, saltó la liebre. Ya
que este sin piedad me despachó con un frío y escueto:
- “si no
vienes date por borrado de mi agenda, Ofsand”.
A buen entendedor pocas palabras y esto fue más que suficiente para entender que, o me
ponía las pilas o perdía un buen amigo. Y eso nunca es una buena transacción,
en el difícil campo de las relaciones humanas.
Al colgar se produjo un cortocircuito en mi
anodina existencia y se encendieron vistosos y chirriantes luminosos en mi cabeza
indicando claramente alarma o Warning.
Si
quería tenerlo todo listo y no fallarle, al irreconocible matón telefónico
Recio, iba a tener que reventar el crono
y hacer la carrera de obstáculos de la temporada.
Los días cayeron regularmente como losas en el tejado
de las impuestas obligaciones. Y aquellas relacionadas con la puesta a punto de la moto, acababan irremediablemente pospuestas por
otras. Al ritmo de adormideras excusas
que persistentemente me susurraban maliciosamente: de mañana no pasa- tranquilo.
Mientras mi fiel y sufrida Teneré seguía como
de costumbre algo desaliñada y
pidiéndome a gritos algo de mecánico cariño.
Aparcado el tema de la mecánica. El siguiente
paso fue encontrar a alguien dispuesto a perder su valioso tiempo y dinero
conmigo. Lo tuve claro desde el primer
instante; Alejandro Cabello.
Era su
cumpleaños y para mí la excusa perfecta para ahorrarme su regalo,
“obsequiándole” una excursión al Olimpo motero del mundanal ruido.
Después de marear la perdiz y hacerla vomitar, optamos
por salir el mismo día del evento (nueve
de noviembre) y hacer sin escalas los
500 kms que nos separaban del punto de encuentro.
A las 6:00 am de un sábado otoñal y cuando Granada se desperezaba
lentamente, quitándose las legañas de una fría noche, nosotros dejábamos atrás
la gasolinera Repsol de mi barrio y enfilábamos la autovía de Andalucía rumbo a
nuestra cita con la historia.
Siempre me ocurre lo mismo cuando me pongo en
marcha, con kilómetros por delante y muchas horas para pensar dentro del casco,
y es renegar el haberme quedado clavado en la era vintage en esto de las motos
y sus prendas de vestir.
A mi
remendado cuerpo y a mis múltiples empastes,
cada vez le gustan menos y le
sienta peor las vibraciones con la que me obsequia el indestructible
monocilíndrico que atesoro entre las piernas. Y este cansado ya no acepta de buen grado las sesiones de inclemencias
atmosféricas adversas propias de estas fechas, culpa de una equipación
anticuada y a años luz de las actuales.
Pero soy
un mísero egoísta sentimental y me niego a jubilarlas con los honores que se han ganado duramente
a pulso durante años aguantándome.
Con la noche en franca retirada y la silueta de
Alejandro en su blanquísima Bmw GS 800 al frente de la expedición, fueron
cayendo: carteles de conocidas y desconocidas poblaciones, kilómetros y sobre todo las horas, dando paso a un nuevo y despejado
día.
Antes de que el aburrimiento severo y machacón
de la autovía hiciese de las suyas, culpa de unas rectas sin aparente final, un oportuno desvío nos escupió delicadamente a una entretenida y revirada carretera
nacional.
Durante
horas, Alejandro había estado de paseo con su potente máquina y yo de carreras con mi impotente moto, pero el objetivo común
que era llegar de un punto A a otro equidistante
B se había conseguido sin ningún contratiempo.
Con impuntualidad no Suiza dejamos atrás el
cartel de Navalcán, y rápidamente dimos
con la pequeña y recogida plaza del ayuntamiento, donde estaban: el balcón de
ilustres, las institucionales y coloridas banderas al aire, el afable alcalde, el nervioso anfitrión, algunos
curiosos vecinos, perdidos turistas, un
par de perros al sol, Iñaki Santiso y felizmente
casi todos los invitados con sus
deslumbrantes y cargadas monturas.
En el
ambiente se respiraba aires de fiesta y ganas de pasarlo mejor que bien. En el
ambiente se masticaba la muerte del colesterol bajo y del hígado sano. Y no había que ser muy listo para
saber que la hoja sibilina de la guillotina lúdico-festiva, había caído sin
piedad en tan rural enclave, rebanando
el cuello a todo aquello que se interpusiese en su camino oliendo a trabajo o a
vil rutina.
El reloj pasaba del mediodía cuando el grupo
rugió con fuerza al unísono y se puso en lento movimiento, rumbo al lugar de acampada.
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